La tristeza

     Ella vino en la madrugada, con un camisón transparente. Se quedó inmóvil un rato, quieta, como una estatua de alabastro. La amarilla luz led nocturna teñía todo de un color como de película antigua: viejo, desteñido recuerdo.
     Su desnudez entró en mi cama, y con ella la estalactita y su fría gota en la frente; y los recuerdos de mi vida entera, como si vivieran todavía en algún momento del corazón para el pasado al que se nos deja volver.
     Me hizo el frío amor de la muerte. Volví a ser el niño errante sobre el carbón de los oteros, ya entonces de castaña y verde: camino angosto que entre sebe y sebe sube hasta la tierra imperio de los asturcones; allí en donde el Ojo de Buey mira la inmensa extensión de la tierra frente al bravísimo mar cantábrico, en Peña Mea.
     Ella vino de madrugada, se fue también antes del alba; y cuando se iba, le pregunté:
     -- ¿Quién eres?
     -- Lo que dejo - dijo.

Serena certeza

          Cuando suenan las campanas llamando a misa, como ahora, hoy domingo veintisiete de julio, siempre, pero siempre siempre, se me viene todo el recuerdo de mi madre de golpe, como a Pablo Neruda el amor, cuando la sentía lejana y se creía triste. La evoco con los codos desnudos apoyados en la barandilla de la ventana, en plena noche de invierno, sus ojos miopes llenos de sueño tras los gruesos cristales de sus gafas, esperándome, pisando los pies de su corazón con fuerza la estera de la angustia; y los otros, los de carne y hueso, la alfombra de pelo de gato callejero que le compró mi padre en el mercadillo de los jueves de Pola de la Laviana. Ahí es donde yo reconozco su amor por mí. “Pero mama, que ya no soy un niño para que te preocupes tanto”. Y es que ella era de la buena gente de misa diaria, sin beatería alguna, con una inocente y serena fe que yo nunca he tenido ni, después de lo vivido, creo que tendré ya nunca. Alas de amor y esperanza que extendía sobre todos nosotros como la clueca madre humana que era. Y hablando de ella, de Cipriana, que ya nada quedará de su cuerpo en el nicho pues cuando lo limpiamos para enterrar a mi padre, sólo quedaban cuatro huesos que se desmoronaban si no andabas con mucho cuidado. Ahora las campanas no solo llaman a misa, llaman también al recuerdo; y a la dulce nostalgia y la serena certeza de que hubo un día en el que alguien nos amó de verdad, sin interés alguno.

Secretamente enamorado

          A primera hora de la mañana, me siento ante la máquina de escribir, todos los días. Es una Olympia Traveller de Luxe de mil novecientos setenta y tres. Me la regaló mi padre por mi cumpleaños, al cumplir los diecisiete. Ya había ganado yo en el instituto el concurso de cuentos con un texto titulado “El pato”. El premio, una caja de rotuladores, me lo dieron en el cine, hoy el Hogar del Pensionista, en El Entrego, en el acto final de la semana cultural que todos los años organizaba la institución docente, delante de todos los compañeros. Fue la profesora de griego de la que yo estaba secretamente enamorado la que me entregó el galardón. La recuerdo con todo detalle. El primer amor tiene eso, que se nos graba en el corazón y se nos queda ahí para siempre como una mancha imborrable. Ella era de cara redondita, con ojos azules y pelo rubio, vestía falda escocesa a cuadros color teja con bordes blancos, blusa satén, y zapatos de gamuza azul; y en la barbilla tenía una cicatriz que lejos de deslucirla le daba un cierto toque de artista o de aventura a lo grande, como en el cine. La máquina de escribir sigue teniendo el mismo color verde chillón de entonces, ya me ocupo yo de que esté en todo su lustre, y las teclas siguen componiendo esa música de la palabra que unida a la taza de café y la magdalena conforman el espacio sagrado del escritor que he sido siempre y sigo siendo ahora, medio siglo después, cuando las canas van enhebrando la cálida nieve del pensamiento humano…

Camilo-Julio Verne

          Camilo-Julio Verne Nemo, que así se llamaba mi abuelo materno, apenas si pegó ojo la noche del lunes veintisiete de agosto de mil novecientos veintiocho. Quien esto cuenta se llama pues Julio Verne, como el escritor y dramaturgo francés, y es también amante de la escribanía aunque con menos suerte que aquel, puede que por falta de oficio, quién sabe, o por alguna circunstancia relativa al talento, que todo puede ser. Vivía en aquel tiempo el abuelo Camilo en la casa que aún se mantiene en la Calle Real frente a la farmacia, entonces y ahora casi abajo del todo de la cuesta que sube hasta la iglesia románica, aquí en Santa de la Sierra. A día de hoy, el edificio está en serio proceso de descomposición, a las puertas de un derrumbe que hace ya años parece inminente. Aunque casado y con hijos ─ Antonio-Jesús, de cinco añitos, quien sería con el discurrir del tiempo mi padre, y Cipriana-Juana con poco más de dos meses de vida ─, mi abuelo compartía el hogar paterno con sus hermanos, dos mujeres y un hombre, todos más jóvenes que él, todos ellos varados en la soltería. En la planta baja, el suelo era de tierra y cantos rodados prensados. Al doblado, que así llamaban al segundo piso donde tenían la habitación conyugal mi abuelo y mi abuela, se subía, candil en mano, que la economía familiar no daba para más, por una escalera de piedra sin barandilla que arrancaba hacia las alturas nada más entrar en la casa, a mano izquierda. Abajo estaban las habitaciones del resto de la familia, la cocina, la sala de estar, todo con paredes encaladas bajo bóvedas de crucería, que era lo que se llevaba entonces, y la salida al pequeño patio de los animales de labranza.

Y aquí

          El abuelo Camilo y la abuela Gertrudis-María Guerrero Ruiz gozaban con esta separación consentida de una minúscula intimidad que les hacía sentirse bien, una pequeña independencia de los hermanos y los padres que les insuflaba el corazón con el orgullo de los que se creen dueños de sus vidas; todo ello a pesar de que, pared con pared, tenían la sala dedica al granero: el olfato siempre en el olor a era y a cosecha recogida. Aunque mi abuelo no lo supo nunca, aquel mismo día, quince países, entre ellos Estados Unidos y Japón, firmaban en Paris el pacto Briand-Kellog: letra sobre papel mojado para condenar el recurso a la guerra, esfuerzo vano por evitar las hostilidades bélicas fuera de la ley. Y aquí, en España, Miguel Primo de Rivera dictaba los destinos del común de los mortales. Con mano firme, con la aquiescencia de Alfonso XIII y el apoyo directo o encubierto de otros militares tales que Cavalcanti de Alburquerque, Mayandía o Berenguer Fusté, suprimió las garantías constitucionales. Las libertades individuales y los derechos fundamentales fueron limitados, la prensa intervenida, y la disidencia política perseguida. El dictador no vaciló en utilizar la fuerza contra cualquier manifestación de oposición. Prohibió incluso otras lenguas que no fueran el castellano, tales que el catalán o el gallego. El abuelo Camilo, hijo de su tiempo, espíritu de supervivencia de por medio, había aprendido a escuchar mucho y a hablar poco. Y sí, aquella noche, se la pasó enterita en vela, los nervios a flor de piel. Y el asunto no era para menos. Al día siguiente, el martes veintiocho, tras muchos años de privaciones y trabajos para otros, amén de los suyos como labrador, iba a comprar una cuadra en el Camino de Almendralejo, hoy, precisamente, calle de Miguel Primo de Rivera, siete.