A primera hora de la mañana, me siento ante la máquina de escribir, todos los días. Es una Olympia Traveller de Luxe de mil novecientos setenta y tres. Me la regaló mi padre por mi cumpleaños, al cumplir los diecisiete. Ya había ganado yo en el instituto el concurso de cuentos con un texto titulado “El pato”. El premio, una caja de rotuladores, me lo dieron en el cine, hoy el Hogar del Pensionista, en El Entrego, en el acto final de la semana cultural que todos los años organizaba la institución docente, delante de todos los compañeros. Fue la profesora de griego de la que yo estaba secretamente enamorado la que me entregó el galardón. La recuerdo con todo detalle. El primer amor tiene eso, que se nos graba en el corazón y se nos queda ahí para siempre como una mancha imborrable. Ella era de cara redondita, con ojos azules y pelo rubio, vestía falda escocesa a cuadros color teja con bordes blancos, blusa satén, y zapatos de gamuza azul; y en la barbilla tenía una cicatriz que lejos de deslucirla le daba un cierto toque de artista o de aventura a lo grande, como en el cine. La máquina de escribir sigue teniendo el mismo color verde chillón de entonces, ya me ocupo yo de que esté en todo su lustre, y las teclas siguen componiendo esa música de la palabra que unida a la taza de café y la magdalena conforman el espacio sagrado del escritor que he sido siempre y sigo siendo ahora, medio siglo después, cuando las canas van enhebrando la cálida nieve del pensamiento humano…
No hay comentarios:
Publicar un comentario