Serena certeza

          Cuando suenan las campanas llamando a misa, como ahora, hoy domingo veintisiete de julio, siempre, pero siempre siempre, se me viene todo el recuerdo de mi madre de golpe, como a Pablo Neruda el amor, cuando la sentía lejana y se creía triste. La evoco con los codos desnudos apoyados en la barandilla de la ventana, en plena noche de invierno, sus ojos miopes llenos de sueño tras los gruesos cristales de sus gafas, esperándome, pisando los pies de su corazón con fuerza la estera de la angustia; y los otros, los de carne y hueso, la alfombra de pelo de gato callejero que le compró mi padre en el mercadillo de los jueves de Pola de la Laviana. Ahí es donde yo reconozco su amor por mí. “Pero mama, que ya no soy un niño para que te preocupes tanto”. Y es que ella era de la buena gente de misa diaria, sin beatería alguna, con una inocente y serena fe que yo nunca he tenido ni, después de lo vivido, creo que tendré ya nunca. Alas de amor y esperanza que extendía sobre todos nosotros como la clueca madre humana que era. Y hablando de ella, de Cipriana, que ya nada quedará de su cuerpo en el nicho pues cuando lo limpiamos para enterrar a mi padre, sólo quedaban cuatro huesos que se desmoronaban si no andabas con mucho cuidado. Ahora las campanas no solo llaman a misa, llaman también al recuerdo; y a la dulce nostalgia y la serena certeza de que hubo un día en el que alguien nos amó de verdad, sin interés alguno.

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