Desde aquel día, sueño con mandarinas todas las noches. Era el mes de abril: cielo azul, sol, y una fresca brisa de sierra cuando salimos del autobús. Entramos en un almacén de mayorista de frutas, en la Comunidad de Valencia. Somos un grupo de personas todas mayores de los sesenta y cinco que viajamos con el Imserso. Oigo la voz de la guía turística, una muchacha que apenas si pasa de los treinta, alta y espigada, explicándonos las características del fruto y sus beneficios para un cuerpo como el nuestro, en la última cuesta: “nos protege contra problemas cardíacos, infecciones, anemias, alergias, diabetes y varios tipos de cáncer; así mismo, contribuye a combatir el colesterol, el estreñimiento, la presión arterial, la deshidratación, la obesidad, el estrés, etc “. La panacea del jubilado, le falta por decir, pienso. Pero, cosa extraña para un negocio a lo grande como éste, todo el espacio está repleto de contenedores con esta única fruta. El cítrico, amén de por los oídos con la cháchara del guía, se nos introduce en el cuerpo por las fosas nasales primero, vía manos que tocan, que cogen, que pelan, y luego por la boca: dulce y ácido. Y entonces, en el tercer gajo, cuando se rompe la vesícula del fruto y el zumo se derrama y nos humedece la lengua; ahí, precisamente, recuerdo yo la melodía del Richochet de Tangerine Dream. Sí, el sueño de mandarina, que me acompaña desde los veinte años, tan presente ahora, cuatro décadas después.
.e han entrado unas irreprimibles ganas de comerme una. Ay, que no es temporada, y yo de las que venden en agosto ni las pruebo.
ResponderEliminarGracias Antonio, por estar, por leer, por comentar. Un abrazo. Ah, y si te apetece una mandarina, pues adelante, ya ves que son de lo mejor para nuestras edades... Je.
ResponderEliminarSabrosa lectura, siempre es agradable estas prosas tan sugerentes
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